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Cómo me hice Sanjuanista

By 29 de septiembre de 2012Narrativa12 min read

Chota, octubre 16 de 1960

Hace 40 años, más o menos, Chota era una ciudad feliz y confiada. Feliz, porque no habían problemas económicos, ni para el campesino, ni para el hombre del pueblo. Confiada, porque, ciudad rodeada de ver­des y preciosas campiñas, —buenos y fuertes sus hijos— terreno fecundo y acción. Chota ya atisbaba desde entonces un futuro promisor.

Fuertes y buenos sus hijos, bebían en nuestro gran centro educa­cional, el Colegio Nacional “San Juan”, el néctar más preciado en la vi­da: la educación y todas las disciplinas mentales y físicas que han hecho notables a tantos hombres que brillan actualmente en nuestra patria.

Ser Sanjuanista era (y es) motivo de orgullo y así, el que esto es­cribe, niño de 8 años entonces, junto con compañeros de escuela —la Escuela Fiscal que dirigía el Sr. Benedicto Cevallos Chávez, en lo que es hoy local de la Municipalidad— veíamos envidiosos a los educandos de “San Juan” y en nuestras mentes infantiles, bullía la esperanza de ser algún día Sanjuanista. Días hermosos y lejanos, en esta nuestra pre­ciosa tierra, compañeros de juegos, épocas inolvidables, paseos al “Cal­vario”, al “Toril”; ver soltar un tiro de dinamita a los mayorcitos en la “Poza Rosenda”, coger abundantes peces, “vacas” consabidas y hasta la gran “zurra” que recibíamos de nuestros padres por leves faltas. Có­mo el recuerdo grato o ingrato, se agiganta con el tiempo, ese “tiempo pasado que siempre fue mejor”  ¡Oh, felices y lejanos días que nunca volverán… !

Mi madre tuvo que viajar a Lima, y un día de esos, montado en buena mula, sujeto por uno de mis tíos, salí de Chota, con lágrimas en los ojos. Dejaba atrás todo el tesoro de mis ensueños de niño. Ya no podría estar más con Demóstenes, Armando, Darío, Amadito Zamora, Flavio, Alejandro, César y hasta el “Tuerto Monteza”. Pasando el río Chotano y dejando las bellas campiñas, ya podía haber cantado algo que en­tonces no sabía pero que ya presentía:

Cuando salí de mi tierra volví la cara llorando y le dije:

¡Tierra mía que lejos te vas quedando. . . !

Mis ojos de niño vieron cerros elevados, caminos tortuosos, la montaña de Huambos, la bajada de “El Izco”. Sentí la caricia quemante del sol de la costa que se avecinaba. Todavía había que pasar a mula por la “Pampa de Burros”, y llegar a un estrecho paso a orillas del río Chancay, llamado “La puntilla”, lugar temible, donde se asaltaba y robaba a los viajeros. Mis pupilas infantiles curiosearon admirados en todo el largo camino de seis días; extrañas sensaciones se apoderaban de mi ser, hasta el momento en que terminada la Pampa de Burros, ya cerca de la hacienda Pátapo, que era donde debíamos tomar el ferrocarril a Chiclayo, salí de mi adormecimiento en forma violenta, al oír el fuerte pi­tazo del tren, que me produjo tal susto, que me hizo salir disparado por las orejas del mulo, rodando por el suelo, y saboreando por primera vez la calcinante arena costeña…

Ya en Lima, a mi madre se le ocurrió matricularme en el Semina­rio de Santo Toribio (tal vez hubiese sido un buen cura!). Vinieron mis protestas y por fin ya en el Colegio de Guadalupe, de tantos recuerdos. Después la enfermedad de mi madre que me cortó estudios universita­rios ya iniciados, y la vuelta a mi lejana y bendita tierra.

Un día de sol brillante, hecho, un jovencito a quien apenas apun­taba el bozo, aparecí por la fila de “Lingán”, sobre brioso jamelgo y pu­de ver nuevamente a Chota de mis recuerdos, comprobando que sus campiñas eran verdaderamente maravillosas, como las había visto mu­chos años atrás, y que su ciudad era linda como un linda niña, y por ello con mi ardor juvenil me apresté a conquistarla…

Encontré a mis compañeros de escuela, encontré el mismo sabor del inigualable zumo de miel serrano, y nuevamente vi en el mismo lugar, central de la Plaza de Armas, el local del Colegio Nacional “San Juan”. Allí estaba el edificio sobrio pero severo y sentí en el corazón la íntima tristeza de no haber podido culminar mis secretos anhelos de ser Sanjuanista.

¿Se imaginan cómo era un estudiante de Lima en Chota por aque­llos años?

A los estudiantes y universitarios se les miraba como seres raros, sobre todo por las extrañas prendas de vestir que lucían. En ese tiempo se usaba la “zarita” y el “tongo”, cuello tieso almi­donado, un saquito especial, con su corte atrás y pantalón apretado, y siempre todo muchacho elegante debía cargar un bastón; digo cargar porque era un grueso, pesado y bien barnizado palo, que debía usar todo mozo que se apreciaba de ser “chic”.

Por supuesto, que hasta en Lima los jóvenes que usaban estas pren­das, estaban expuestos siempre a las pullas de la gente de los barrios al­tos y también de los bajos: pullas como éstas:

Melocotón con peluza,

¡Abajo ese tongo que ya no se usa!

Arroz con mondongo, ¡Abajo ese tongo!

Como mozo recién llegado de la capital, pude hacer migas con gen­te de sociedad; maestros, profesores de colegio, etc. Tuve la suerte en­tonces de conocer al Dr. César Caro Reina, Director del Colegio, al Dr. Juan Rivera Piedra, profesor de historia, a Monsieur Mejía, acabado de llegar de París, al recordado amigo bachiller don Manuel Cadenillas y a toda la gente bien del lugar.

El Dr. Juan Rivera Piedra captó mi afecto y hasta admiración por las brillantes clases de historia que dictaba, con el Dr. Manuel Cadeni­llas fundamos un Club, que reunió a los más selecto de la juventud chotana —como se puede constatar en la fotografía que conservo— y con Mesié Meghá, como le decíamos a Monsieur Mejía, hacíamos de vez en cuando alegre bohemia y hasta serenateábamos: él armado de un enorme acordeón que decía haberle costado en París dos mil francos y yo con una vieja mandolina que valgan verdades, la adquirí en una compra-ven­ta en Lima, por nueve soles… A veces alternábamos con las buenas vo­ces de Pancho y Fermín y con la gran guitarra de Juan Segundo Mejía. Conocí entonces y admiré los trabajos al óleo de mi compadre Glicerio Villanueva y sigo admirándolos, y en una ocasión me incorpo­raron ruidosamente a una sociedad gastronómica, cuyo presidente era mi gran amigo don Benjamín Hoyos.

Lanzó su candidatura por Cutervo, el Dr. Rivera Piedra y entonces el Ministerio de Educación, me nombró en su lugar, para dictar las clases de Historia y Geografía, que yo acepté solamente porque no había, por el momento, un maestro debidamente capacitado para dichas asignaturas. Sinceramente que temí mucho verme en el gran recinto de “San Juan”, no como alumno, que tanto había deseado serlo, sino como profesor y profesor de quiénes?. Allí estaban —los estoy viendo a través de mis recuerdos— los mismos compañeros de otrora: los de la escuela que dirigía mi tío Benedicto. Los estoy retratando en mi mente con sus burlones gestos y risitas suspicaces, al verme ingresar al salón donde debía darles la primera lección. Eran alumnos del último año de secundaria, que no sé porque motivos se habían retrasado.

Ya había dictado clases en los otros años, y un día memorable, me tocó enfrentarme con las “fieras” del quinto año, pues así consideraba a mis ex-compañeros, que seguramente no me perdonarían que yo fuera en ca­lidad de profesor.

Era un día de verano y por supuesto la “zarita” era lo más adecua­do para la cabeza; antes nadie dejaba de usar sombrero pero para dar más seriedad a mi porte, me “chanté” el tongo, me acogoté con el cuello más tieso y bien armado del grueso bastón, me presenté al salón de clase. Cerré los ojos al entrar, para no ver, repito, las sonrisas y gestos y me dirigí directamente a la percha, donde con porte señorial —al menos yo que­ría darme esta modalidad—, colgué el bastón y tonguito, después de lo cual me dirigí con voz melosa a mis alumnos, así les dije:

—Buenos días amigos míos. La suerte ha querido darme el placer de venir a reunirme con ustedes, después de tantos años, para trabajar jun­tos, para estudiar juntos, para…

Uno de mis ex-colegas de escuela no me dejo concluir, pues en forma tajante, me endilgó:

—Oye Antonio, déjate de explicaciones y de “vainas”, acuérdate de nuestras “vacas”, acuérdate cuando robabas los bizcochos a tu mamita, y cuando…

Otro interrumpió:

—¿Has olvidado cuando hacíamos funciones de circo en tu casa? ¿Lo bien que lo hacíamos en la “barra” y en el trapecio? ¿Las atrayentes “pruebas” de Amadito, haciendo de Jardelina?…

—Cuando te vayas nos dejarás el tonguito?

—Me dejarás el bastón?

—Cómo resultas profesor?

—Qué nos vas a explicar si te hemos visto en la madrugada salir del Club?

Callo las otras insidiosas expresiones que hicieron, pero todo fue bullicio, a pesar de que yo solicitaba, invocándoles todo lo invocable en este caso singular mío, para que callasen y oyeran mis palabras. Todo fue imposible, los demás alumnos que no eran mis antiguos amigos se suma­ron al escándalo producido, pues se oían palabras fuertes, carcajadas: era una bronca.

Fue en este momento que de repente el director del colegio, que había estado oyendo desde los altos tal vocerío, se presentó en la puerta del salón, con gesto severísimo y soltó esta palabra tremenda: ¡SILENCIO!

Hizo caso omiso de mi persona y nos hizo callar a profesor y alum­nos…

Después de pronunciada la palabra silencio y producida efectiva­mente la calma, yo sentí que la sangre hirvió en mis venas de chotano. Me sentí disminuido por tal actitud del director y por ello me vinieron enseguida ímpetus de rebelión, y entonces con gesto altivo, recogí las prendas de la percha: “me calé el tongo, requerí el bastón y fuime, a la Dirección, decidido a protestar. Ingresé y expliqué en forma airada cómo y porqué la algarabía de los muchachos —habían sido mis condis­cípulos, etc.— pero no aceptaba la forma de intervenir… y ni pude concluir mi perorata, pues, el Dr. Caro Reina, con el porte caballeroso que le caracterizaba, con una expresión de dulzura y dignidad, me de­sarmó completamente y solamente pude decirle:

—Dígnese Dr. aceptar mi renuncia.

No la aceptó y seguí trabajando por algún tiempo en ese recinto grande que se llama Colegio Nacional “San Juan” orgulloso de haber con­seguido al fin ser un alumno Sanjuanista de verdad.

Me dejo entender? —Me explicaré:

Al imponer el Director silencio también al Profesor, éste había re­cibido el espaldarazo que lo convertía en alumno. Y por ello, añoran­do esos días preciosos que nunca volverán, puedo referirles con recón­dita emoción “Cómo me hice Sanjuanista”.

Y al evocarlos vienen a mi mente esos bellísimos versos del poeta:

Juventud divino tesoro

que te vas para no volver;

cuando quiero llorar no lloro

y a veces lloro sin querer.

 

* Narración extraída de “Centuria Promisora”, revista sanjuanista editada en el marco de las celebraciones por el Primer Centenario de vida institucional del Colegio Nacional “San Juan”, en 1961

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