EL ENCIERRO
Walter E. Gavidia Benel
Historia basada en el Encierro del 8 de Diciembre de 1993 en Chota.
Publicado en 1994
Ni bien los fogones bostezaron la niebla mil chispas saltaron para arder campestres en Chota, aquel día, en que contemplando los sombreros apretujados de los cholos, el “8 de Diciembre” era uno más entre nosotros, derramando el color de su feriado en el rojo-granate de los ponchos.
Desde tempranas horas, los campesinos acudieron con mucha expectativa, deseando que el tiempo transcurra con velocidad de estampida para participar así de un extrañísimo acontecimiento que como fuera anunciado, se realizaría por la tarde, tarde que ya embestía embanderillada con punzante garúa.
A pesar de que en el cielo se apretujaba el Sol entre los fondos del oscuro nuboso, sin embargo, acudimos con él en esa tarde que ya lucía despejada, para participar de tal acontecimiento curioso, que no sería ni Pamplona ni pamplinas, sin Fermines ni formones, era señores ¡El primer encierro de toros al estilo de Chota!, con ronderos toreadores que siempre supieron que el poncho sirve también como capote.
Sí, por primera vez serían conducidos toros bravos y de fino trapío por las calles de Chota, sin más ataduras que las de sus cordones umbilicales ¿habrá usted visto semejante barbaridad? comentaba una anciana que presurosa buscaba seguridad. Fue entonces necesario para los efectos, tener que amordazar las bocas transversales de la calle Fray José Arana con anchos tablones y listones, tras los cuales a manera de palcos o barreras permitían al público observar.
La multitud curiosa se apretujaba contra los palos tratando de ganar un estratégico lugar y así participar del extravagante espectáculo. Los menos favorecidos observaban desde los balcones, allá en lo alto, otros en cambio, aunque cacheteados por las chinas lo hacían apretujando desde los bajos.
Como quiera que fuere, era necesario abrirse paso sorteando puñetes, pisotones y empellones y cuando no, esquivar un naranjazo de jugosa lisura, hasta que al fin, con nuestro plumaje mal trecho pudimos apostarnos sobre la empalizada, desde la cual en actitud de gallinazos, pudimos apreciar la calle tensa extendiendo su perspectiva, cual hoja de espada envainada entre multitudes. La calle que parecía empuñada por la gente, era ya un puntillazo clavado en el Coso, hirieron el fondo profano de aquel cáliz de la muerte. Aquella tarde, la sangre no embriagaría las mentes, tan sólo tendríamos el bullicio taurino con sus oles y la furia bicorne.
Fue entonces que calle o espada, multitud en puño, vibraron al unísono y al grito de ¡Ahí vienen las vacas! Iniciamos en masa la estampida. Si señores, como lo oyen, no eran toros de fino trapío para desgracia nuestra, sino vacas de fino papeo por flacas, más retorcidas de cornamenta que su propia embestida, vacas matreras, resabidas y bravas, que han aprendido hasta sumar en “San Juan Pampa”.
¿Qué mejor pretexto para iniciar entonces la veloz huída? en ese momento se nos hizo un nudo en la garganta y al grito de olé del banderillero que ocupada encuentra la barrera, emprendimos la veloz carrera, fue tal, que aventajamos a nuestra sombra en mil pasos ¡Mamá mía, que calvario!.
Todos corríamos desesperados, rurales y urbanos, jóvenes y ancianos, ebrios y no tan sanos, que ni los guardias se salvaron pues temblaban de la gorra al mazo; todos asustados; pálidos, parecíamos resucitados tratando de poner el pellejo a buen recaudo pues un dolor en las costillas nos decía que las vacas no reparan en que desgraciado estrellan sus cachos.
¡Que estampida! Y sin pensarlo ya estaban llegando tras nosotros las vacas, a la plaza que fuera improvisada en las inmediaciones del Coso “El Vizcaíno”. Era en ese momento todo un alboroto, las risas se mezclaban con la mueca de espanto, la valentía con el arrojo involuntario y de vez en cuando, las muelas con el lodo pues las cornudas sí que pegaban tremendos costalazos.
Las vacas sueltas hicieron de sus anchas, siendo así que una de ellas se acercó a una chingana en pos desafiante saliéndole al encuentro la dueña quien con un leño trataba en vano de asustarla: sho, sho, le decía, vaca maldiciada tras hacer un aspaviento de macana, la vaca pensó que la Tía era Lola de España y arremetió con fuerza llevándose a la dueña, comensales y tamales, dando con sus huesos por los aires.
Entonces todo era carcajadas y sinfonía de costillas chamuscadas, en esa tarde hermosa con sus vacas que lucían afeitadas.
Fue una tarde extraordinaria por singular, con un encierro que culmina en bufonada, fiesta que termina tan popular cuando el Sol en el cielo crepuscular, ya afarolaba su rojo capote.
¡Ni en Pamplona ni en pamplinas así son los encierros en Chota!
Imágenes del Encierro Chota- 2004