Llovizna en el pueblo.
La madrugada irremediablemente triste, enjuga su llanto puro y eterno.
No hay sosiego en la casa aún alumbrada por lámparas que parpadean con luz trágica entre las sombras que delatan recónditas nostalgias.
Las mejillas de la Virgen del Carmen trastocadas por las tenues caricias de los cirios devotos, refulgen ruborosas. Su dulce gesto esconde el dolor de todos los calvarios. Ella hará que el viaje no tenga dificultades.
A la puerta, briosos caballos se inquietan y golpean sus herraduras, apurando el acondicionamiento de cinchas y reatas.
Mi padre verifica que todo esté arreglado: el fiambre a mano, los recados debidamente protegidos por mantas de jebe.
Las monturas consumen ávidas los últimos ramalotes de alfalfa traídos solícitamente por el tío Rosendo. Diríase que todo está listo para la partida.
– Que se presentará a San Marcos.
– Que a la Marina no, porque allí entran los envarados únicamente.
– Que a lo mejor postula a la Policía.
Doña Herminia acompaña a mi madre desde la víspera y le aconseja una vez más, no llorar; no era bueno hacerlo en tales circunstancias. Acobardaría al viajero y quién sabe cambiaría su suerte. Que Lima es Lima, si uno quiere algo mejor para los hijos. Que el pueblo ya no era para ellos. Mi madre vio partir sin retorno a tres de mis hermanos y no se resignaba a separarse del último de sus vástagos.
– ¿Quién lo vería en sus enfermedades? ¿Quién lo atendería en tierras lejanas? Quien mejor que su madre.
– ¡Partimos, patrón!, no sea cosa que nos agarre la oración en la jalca.
Contundente el baquiano mil caminos, teme que la oscuridad nos alcance en la montaña, donde no hay auxilio de ninguna clase y era fama que la zona estaba infestada de asaltantes.
Confundido, siento que la vida me acuchilla. Mi madre se aferra con su brazo desafiando al tiempo. Sus sollozos se confunden con los míos en este trance en que las palabras sobran.
Mi padre separa delicadamente nuestra obstinada despedida que pretende retener el último instante.
– Adiós, hijo mío –me dice desfalleciente y sujetada por mi padre que esconde su rostro empapado. Hacía algún tiempo él me preparaba para esta separación. Decíame que tan sólo era un paso a días mejores; que era necesario mantener la serenidad para no agravar la enfermedad de mamá, tan sensible y sufrida. Ahora lo vi derrumbarse sobre su propia pena.
Cabalgué ayudado por el arriero y partí. Nada dije a familiares y amigos que en fila esperaban. Cariñosas voces deseábanme felicidades:
– ¡A triunfar muchacho!
El tropel de cascos rebrota lúgubre en el empedrado de la silente placita, que comienza a delinearse con el nuevo día. Allí quedaban mis padres, mis amigos, mi pueblo y yo rumbo a un destino incierto.
Los ojos húmedos de Zoila asomados tiernamente desde una solitaria ventana, decíanme que aquella separación era definitiva. Aún recuerdo sus labios musitando el último ruego inocente y puro:
– No me olvides –transido de esperanza y amor.
No sé qué tiempo transcurrió hasta que volví a la realidad. El arriero respetó mi dolor con cabizbajo silencio, sabía como nadie el dolor de las partidas.
Estábamos ya en Conga Blanca, desde donde se columbra el pueblo que queda en su nidal verde acunado por el voluptuoso humo de citadinos fogones.
Una cordillera azul se enfrenta desafiante a nuestro paso y cuyas faldas iremos remontando a medida que el sol la hiera en sus crestas más altas.
Postrer mirada me permite manos entrañables que extendidas se levantan para decirme sus adioses que contesto emocionado.
– El destino del hombre es así patroncito –dice por fin el arriero que intuye mis congojas.
– Semus nacius pa’ sufrir niño… pero mientras haiga vida no se pierde la esperanza de volver, por más lejos que el destino nos lleve, la tierra jala patrón –filosofa antes de silenciarse nuevamente para saborear su infaltable armada de coca.
A lo lejos, un sombrero se agita al viento con desesperación tenaz, cual ala rota en vuelo desdichado y trunco. Era el de mi padre que no volvería a ver.
: Hernán Gálvez Coronado
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