Skip to main content

Recuperando a Clarisa

By 3 de abril de 2011Ecológicas4 min read

RECUPERANDO A CLARISA

Hace mucho, nadie lo recuerda, los abuelos de los abuelos de los abuelos de Clarisa cruzaron el Atlántico, pero lo que sí imaginamos en ellos fue esa visión paradisíaca de la espesa montaña, que, aún en medio de la sierra, le daba ese aspecto como si más bien se estuviera mágicamente en la selva (siendo ésta la razón por la que esta tierra fue bautizada como “La Esmeralda de los Andes”).  Esa visión también la había tenido antes aquel monarca viajero llamado Akunta, quien decidió quedarse para siempre aquí, prendado de aquella legendaria laguna acunada al centro de la apacible meseta tapizada por la floresta.  Pero tiempos van, y aquel bellísimo humedal fue desecado para fundar sobre él un nuevo poblado.

Imaginamos a los primeros colonos iniciando su interminable misión de ganarle terreno al monte, luchando por exterminar a los pumas y a los zorros y haciendo gala cada vez más del mejor ejemplar de venado cazado.  Entonces descubrieron también que el chilimar era un árbol que proporcionaba una leña muy buena y había que utilizarla sin recatos porque abundaba por doquier, como abundaban tantas especies de pájaros multicolores que alegraban con su vuelo y su canto el espectro de aquel Edén de nuestros ancestros.

Así también, los ancestros de Clarisa debieron sorprenderse de hallar en estos lares una especie de helecho gigante, la Chonta, muy común en toda la comarca, y con la que se sintieron de inmediato identificados y decidieron por ello también quedarse aquí para siempre siguiendo el ejemplo de Akunta.

La villa fue creciendo y creciendo hasta convertirse en más que cuatricentenaria, habiendo hoy ya ganado inmensos espacios y hecho retroceder a la montaña al límite de lo desconocido; y es en este contexto que conocimos a Clarisa, ignorada en un rincón de una antigua y amplia casa-quinta, pero relegada a un pequeño espacio donde no podía ofrecer ni siquiera algo de su despuntante belleza.

Por eso es que, un buen día, decidimos buscarle otro lugar más adecuado, con el consentimiento –claro está– de la dueña de casa. En realidad la liberamos y aún siendo tierna nos costó trabajo auparla. Pero la alegría fue tan igual de ella como nuestra cuando luego de instalarla en el Monasterio de Santa Clara, su nueva casa, extendió sus brazos al sol en señal de agradecimiento eterno.

Ahora velamos por ella y soñamos con aquel día en que sea una señal en medio del otrora plácido valle de San Mateo, cuando alcance el tamaño de sus hermanas, las  que adornan las cuatro esquinas de nuestra plaza de armas y muchos lugares de nuestra Chota, región que las Phoenix Canariensis sin duda han hecho su hogar.

No todo lo foráneo es malo. Siendo tales, Clarisa y toda su estirpe, han sabido conjugarse y formar parte de nuestro pequeño universo chotano.  Por ello, ¡GRACIAS! por ser parte de nuestras vidas y darnos belleza y cobijo, y ¡PERDÓN! por no haber podido defender a la “clarisa” que un día tuvo el entonces inolvidable, arquitectónico y singular 61.

Loading