Cierto día una mujer discutía acaloradamente con su marido sobre la necesidad de bautizar a su menor hijo. El esposo se negaba rotundamente al santo sacramento pues lo consideraba no credo, además, hacía tiempo que él se había convertido en ateo, y qué. Indignada la esposa salió dando un portazo y fue a buscar apoyo en el Templo.
¿Cómo podía permitir que el niño sea aún hijo del Diablo?, comentaban los monjes escandalizados. ¡Que herejía! repicaban los acólitos hermanos acompañando a la mujer hasta su casa esparciendo bendiciones por el oscuro camino, dispuestos a excomulgarlo.
Cuando la discusión se inclinaba, como siempre, a favor de la democrática mayoría que dilapidaba al marido con sacros sermones, entonces intervino el niño: ¡Alto, alto!, ¿por qué discutid y decidid prematuramente sobre los actos de mi vida?, ¿por qué volvéis a crucificar la dignidad del hijo del hombre?, acaso ¿no os dais cuenta que con sus arbitrarias decisiones dan muerte a mi infante libertad?, ¿qué insalubre agua ungirá la frente de mí niña conciencia pretendiendo lavar la luz de la verdad?, el niño expuso su corazón abriendo los brazos y continuó diciendo: ¡Recordad hermanos que amor os dijo que quiero, educación y verdad, para que en la madurez de la vida un claro discernimiento me permita optar libremente como lo hizo la voluntad de mi padre al llamarme “Jesús”, para servir a mis semejantes!
Al escuchar estas sabias palabras los allí presentes exclamaron admirados: ¡Cállate, mocoso de… misericordia, tú que sabes! y la vinagreta de la discusión continuó discurriendo como el bautizo del río Jordán por el Paraíso del Mundo.
Chota, 13 de agosto de 2009