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Estampas

La Marcha de Campaña

Por 23 de Marzo de 2011No Hay Comentarios

LA MARCHA DE CAMPAÑA

(1971)

Carlos Alberto Vigil Vásquez

Cada año, después del desfile de julio por Fiestas Patrias, tenía lugar la Marcha de Campaña como aplicación práctica del curso de instrucción Pre Militar IPM, obligatorio desde 1913. En este ejercicio participaban los alumnos del 5to. Año del Instituto Agropecuario Nro. 1, el Instituto Comercial Nro. 30 y el Colegio Nacional San Juan. Todas las rivalidades y asperezas que podían haberse dado entre estas promociones quedaban olvidadas tras varios días de convivencia como integrantes de un solo equipo, compartiendo la comida, las fatigas, las emociones y tantas otras cosas que hasta hoy perviven como un recuerdo de los mejores años de nuestras vidas.

En lo que a mi promoción concierne, la noche del 29 de julio de 1971, a las 8 en punto, alrededor de dos centenares de muchachos salimos del patio de la casona sanjuanista trotando con el arma terciada; una multitud nos despidió con aplausos mientras corríamos cantando coplas militares por el perímetro de la Plaza de Armas para enrumbar, finalmente, por la Alameda, camino de Lajas, hasta Chancay Baños, nuestro destino. Vestíamos el uniforme de reglamento, con escarpines, cinturón canana, cantimplora, mochila de campaña, casco y un pesado fusil Mauser en desuso (ese era el equipo que hacia las delicias de nuestra vanidad frente a las emocionadas colegialas que nos aplaudían incesantemente; pero, a poco de iniciada la caminata, ese mismo fue el equipo objeto de nuestras maldiciones: ¡pesaba como michi!). Al final de la columna, poniendo el toque especial, como si fuéramos al frente de batalla, marchaba el equipo de primeros auxilios y, cerrando filas, un caballo blanco cargado de cargas y utensillos para el rancho.

Cuando la polvareda se disipó en la ciudad, ya nosotros íbamos por Tuctuwasi, desplazándonos a paso de camino, a uno y otro lado de la carretera. El entusiasmo estaba en su tope, aunque las espaldas ya empezaban a pedir chepa.

Nuestro paso por Lajas causó sensación. Los aplausos de los vecinos que formaron calle para vernos marchar sirvieron de estimulo a nuestra juvenil vanidad. Para muchos, esa era la primera vez que caminábamos en la oscuridad de la noche; así que ya se imaginará usted, amable lector, el cúmulo de vivencias y el sin fin de jocosas anécdotas que nutrieron aquella experiencia. Por lo mismo no pretendemos narrar en estas breves líneas todo cuanto aconteció -¡imposible tarea!- . Sólo queremos dejar algunos apuntes para no permitir que sean olvidados estos ejercicios de la educación de antaño.

La medianoche nos dio en las alturas de Montán. El Instructor, Sub Oficial EP Filidoro Jiménez Amado, único responsable de la excursión, dio la orden de instalar allí el campamento. Al toque de corneta todo mundo debía permanecer en silencio; pero el centinela Juan Potocho Colunche desató la hilaridad en la noche: en su celo por hacer cumplir la orden, dicen que terminó asestando un puntapié a un bulto tirado en el centro del campamento; tarde se dio cuenta de que se trataba del Instructor que dormía en su sleeping bag. La sanción ya estaba ganada.

Cuando a las cuatro de la mañana se dio la orden de levantar el campamento, cada cual recibió lo suyo. A mí me tocó marchar tirando de las riendas del caballo. “¡Que alivio!”, me dije mientras colocaba mi mochila sobre las ancas del cuadrúpedo. Me equivoqué. El caballo resultó pajarero, lerdo y más testarudo que una mula. Con mi fusil colgado de un hombre sudaba tirando de las riendas, mientras la columna ya se perdía por entre los cerros, Desesperado, sólo me faltaba rogarle al oído al bruto; de pronto, como compadeciéndose de mí, comenzó a caminar de a pocos. ¡ese sí que fue un castigo!.

Otro que también sintió la pegada fue Homero Fililico Saavedra; a él le tocó portar el botiquín e iba y venía, presuroso, para atender a cuántos lo solicitaban; sólo que todos lo llamaban de un lado a otro por las puras, para verlo sudando, chiquito como era, debajo del enorme botiquín.

No sé en qué lugar nos detuvimos para el rancho allí fui relevado de mi tarea. En adelante el suplicio fue común a todos. Había que trepar cerros, rampar como arando las chacras, correr, echarnos cuerpo a tierra intempestivamente, sin importar que estuviéramos cruzando un riachuelo, una pampa o un lodazal. Un poco después del mediodía, cansados y con las gargantas secas, llegamos a Chancay Baños. El relax fue gratificante, tanto que hasta nos dimos un chapuzón en las aguas termales teniendo al profesor de la escuelita del lugar, don Amadito Zamora, como único espectador.

El objetico estaba logrado. Pero ocurrió que, mientras descansábamos, el Instructor decidió que era mejor dirigirnos a Santa Cruz.

-¡Está aquisito, nomás!- acotó algún “sobón” desgraciado.

A las 7 de la noche, fatigadísimos, sedientos y a punto del desvanecimiento a causa del esfuerzo, entramos en aquella acogedora ciudad. Sacando fuerzas de no sé dónde, corrimos hasta la Plaza de Armas cantando y dando vivas, seguidos de una multitud que nos alentaba con sus aplausos. ¡Cuán generosa y hospitalaria resultó ser la gente de Santa Cruz! Jamás olvidaremos cómo nos ayudaron hombres y mujeres, chicos y grandes, acudiendo a nuestro campamento en una cancha deportiva para auxiliarnos con agua, frutas, golosinas y hasta con lámparas para nuestra comodidad. La amistad brindada durante nuestra estadía dejó honda huella en cada uno de nosotros. ¡Sólo por aquello, valía la pena habernos esforzado tanto!.

La despedida, luego de un par de días de acampar, de ir al circo y de organizar tertulias, con las alumnas del colegio religioso, fue tan emotiva. Pareció que toda la población se había volcado a las calles para decirnos adiós.

-¡Viva Chota!- gritaban a la vez que aplaudían.

-¡Viva Santa Cruz!- respondíamos sin dejar de trotar.

Cuando el sol teñía de rojo el horizonte, antes de perdernos de vista, nos detuvimos en un promontorio para lanzar a los aires un toque de corneta, seguido del grito: ¡Adiós, Santa Cruz! Nos conmovimos cuando, a la distancia, alcanzamos a escuchar los gritos de respuesta.

El retorno, con el descanso y las emociones vividas, fue pan comido. Al anochecer del día siguiente hicimos alto al pie de la Cruz del Siglo, con la ciudad de Chota a la vista. Nuestro ingreso debía ser bullicioso al tiempo que dramático, así que Juan Calavera Rivera fue escogido para simular un herido; fue vendado de pies a cabeza y puesto sobre una camilla, con algunas manchas de tintura roja, y ¡arriba con él!

Al paso ligero, con el arma terciada y cantando nuestras coplas, entramos ruidosamente por la Alameda. Aquella cuesta no nos quitó fuerzas para seguir corriendo hasta darle siete vueltas a la Plaza de Armas. Los vítores y emocionados aplausos contrastaban con la angustia de familiares y amigos que, al final, se llevaron un chasco cuando vieron que el “herido” se levantó, agilito, de la camilla.

Los cuerpos estaban cansados, los pies casi destrozados igual que los uniformes, pero sentíamos el espíritu enriquecido. Aquella Marcha de Campaña, como todo el curso de IPM, no sólo había robustecido el sentido de responsabilidad y la disciplina, sino que también había templado el carácter de cada uno de los participantes. En medio de la ejecución se dieron aleccionadores ejemplos de solidaridad, camaradería y, en fin, una serie de vivencias de las que cada uno tiene, estoy seguro, una historia que contar.

Y ahora que me he puesto a recordar, ¿qué será de mis queridos amigos Marco Shingazo Vásquez, Carlos Chueco Gallardo, Luis Lanchita Agip, Hugo Chivo Barboza, Isidro Jabalina Burga, Anastasio Tasho Altamiro, José Pepe Tía Cleme Díaz, Melanio Zorra Negra Sempértegui… y todos los demás compañeros de clase y de aventuras? Al Instructor, don Filidoro Jiménez Amado, aún tengo la suerte de verlo y de seguir aprendiendo de su ejemplo en esta escuela que es la vida. Huanuqueño de nacimiento, ha brindado a nuestra juventud los mejores años de su vida y de su experiencia profesional, ha echado raíces en esta tierra y ya es un paisano nuestro, un chotano de corazón.

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